Administrar el miedo
Guadalajara no se desborda: se administra. Un comando mata, se graba y huye. Esto no es nota roja: es mensaje. En Guadalajara, el miedo no solo se padece. Se administra. Y el que lo administra, manda.


Ocurre a plena luz del día, en Guadalajara, en esas horas en que la ciudad aparenta normalidad y por debajo ya está ocurriendo otra cosa. Un empresario cayó junto a su hija y su escolta en un ataque ejecutado con intención: un comando armado, movimientos coordinados, vehículos sin placas visibles, equipo táctico y la calma de quien no teme a cámaras ni patrullas. No lo sabemos por un parte oficial —que siempre llega tarde y llega limpio—, sino por lo más sucio y revelador: los propios videos, grabados desde dentro y desde lejos, como si la muerte también necesitara testigos, como si el asesinato no bastara sin el mensaje. Aquí narramos desde ese material y desde lo que duele entender: no solo los mataron; administraron el miedo y lo dejaron grabado.
Lo primero que me golpea no es el disparo —eso casi nunca queda “claro” en un video—. Lo primero es, a pesar de sus gritos, la tranquilidad.
La calma con la que se mueven.
No el temblor de quien corre por pánico, sino el ritmo de quien ya trae la ruta memorizada. El gesto de quien no improvisa. El encuadre de quien no está mirando: está registrando.
Y entonces entiendo la frase que nos hemos repetido demasiado en voz baja: aquí no se trata solo de matar. Se trata de administrar el miedo.
En el primer video —el que circula como si fuera trofeo— no hay una mirada de testigo. Hay una mirada de autor. El lente se pega a la carrocería, barre la calle, vuelve a los vehículos, vuelve al grupo. Se nota una intención: dejar constancia, demostrar dominio, fijar un “así fue” que no busca justicia, busca reputación.
Los victimarios aparecen como grupo. Armados. Uniformados con equipo táctico. Con esa estética que no solo sirve para proteger el cuerpo: sirve para confundir a distancia. Para que, si alguien alcanza a mirar desde una esquina, no sepa si lo que ve es autoridad o cacería. En esta ciudad, esa ambigüedad no es un error. Es una herramienta calculada.
Se mueven en vehículos sin placas visibles. Eso también es un mensaje. En una ciudad que presume tecnología, patrullas hiper conectadas, cámaras, arcos, monitoreo, operativos, lo que se vuelve escandaloso no es el blindaje, es el descaro: la certeza de que nadie los va a detener. La certeza de que pueden circular en grupo, armados, con equipo, con plan… y salir.
En el segundo video —grabado desde lejos— la escena se vuelve más fría: ya no hay tanto movimiento nervioso de cámara, hay una coreografía. Un vehículo como punto de control. Varias figuras alrededor. La distancia no te da nombres, pero te da otra cosa: estructura. El operativo no se ve como un estallido espontáneo, sino como un acto coordinado, ejecutado con tiempo suficiente para que alguien se coloque, alguien cubra, alguien avance, alguien cierre.
El tercer video termina de ensuciar la idea de “exceso” o “accidente”. Porque después del momento crítico, aparece lo que más duele en un país acostumbrado a la violencia: la logística. El traslado. El mundo volviendo a su normalidad, como si el crimen fuera un trámite más en el día. Nada de urgencia moral. Nada de pánico. Solo movimiento.
Y ahí es donde el contraste se vuelve insoportable: Guadalajara —como tantas ciudades de México— vive bajo el discurso de la vigilancia. Cámaras. Patrullas. Boletines. “Operativos permanentes”. Ese relato oficial que suena sólido hasta que la realidad lo atraviesa y lo contradice con un video.
Porque estos hombres se mueven como si conocieran la ciudad mejor que quienes la “cuidan”. Como si supieran dónde están las cámaras y, más importante, dónde no importa que estén. Como si el patrullaje fuera ruido de fondo y no amenaza. Como si la ley fuera un decorado.
Eso también es parte de administrar el miedo: no solo demostrar fuerza, sino demostrar inutilidad institucional. No basta con matar. Hay que dejar claro que se puede matar a plena luz, moverse en grupo, grabarlo, difundirlo… y escapar.
La pregunta que me queda pegada a la garganta no es “¿cómo pasó?”, sino “¿para quién es el mensaje?”
Porque un crimen sin mensaje puede ser rabia. Pero un crimen grabado y hecho público casi siempre es comunicación.
¿A quién le hablan cuando se graban?
Le hablan, primero, a los que compiten por lo mismo: territorio, renta, mercado, plazas, cuotas, rutas, cadenas de mando. Les dicen: “Aquí se entra con permiso. Aquí se sale cuando nosotros dejamos”.
Le hablan también a quienes creen que el dinero y los contactos compran blindaje. En los pasillos del mercado se habla de empresarios tipo broker, de esos que hacen dinero fácil con conexiones políticas, contratos amañados, negocios bajo protección. No tengo forma de probar esa biografía con un video, pero sí puedo leer lo que el video comunica hacia ese mundo: la protección tiene dueño, y el dueño puede cambiar. Hoy estás dentro. Mañana te sacan.
Y le hablan, sin pedir permiso, a los que deberían investigar. A los que deberían detener. A los que deberían impedir. Les dicen: “Mira. Te lo pongo en la cara. No te escondo la operación. A ver si puedes. A ver si quieres”. Nunca quieren, aunque puedan.
Ese es el golpe más duro: cuando el mensaje incluye a las instituciones, la violencia deja de ser solo criminal y se vuelve política, aunque no haya un partido, aunque no haya un discurso, aunque no haya una firma. Política como práctica: decidir quién vive tranquilo, quién paga, quién manda, quién desaparece del mapa.
Como esa sensación de que los nexos entre políticos y delincuentes no es que desaparezcan: se vuelven menos visibles, más discretos, más “profesionales”. Y cuando algo truena, no truena con improvisación: truena con método.
Administrar el miedo es esto: una ciudad donde se presume vigilancia, pero la vigilancia no protege. Solo observa. Una ciudad donde la patrulla pasa, pero no interviene. Una ciudad donde el video circula como advertencia y no como evidencia. Una ciudad donde el poder se mide por la capacidad de actuar a plena luz… sin consecuencias.
Lo más triste es que el mensaje también nos llega a nosotros, los que miramos desde la pantalla. Nos llega con una lección sucia: “No te metas. No preguntes. No creas que la ciudad es tuya”.
Pero yo me niego a aceptar esa lección completa.
Porque hay otra lectura posible, igual de incómoda: si necesitan grabarse, es porque quieren que sepamos. Si lo hacen público, es porque el miedo no se sostiene solo con balas; necesita audiencia. Necesita que la gente baje la voz. Necesita que el rumor haga el trabajo que la impunidad no alcanza a hacer por sí sola.
Y ahí, en ese punto, el video se vuelve espejo: el boletín dice una cosa; la calle dice otra. La calle, por desgracia, no sabe mentir.
Lo que queda después no es solo una pregunta sobre los agresores. Es una pregunta sobre la ciudad.
¿De qué sirve una cámara si solo registra la derrota?
¿De qué sirve una patrulla si la violencia circula con plan, en grupo, sin placas, con equipo, con calma?
¿De qué sirve un discurso de seguridad si lo real —lo que vivimos— se define por quién puede matar, grabar y huir?
En Guadalajara, el miedo no solo se padece. Se administra.
Y el que lo administra, manda.
