Así nos vemos en The Wire
Terminé The Wire y encontré en Jalisco la misma trama: narcos, políticos, periodistas, inmobiliarias y muertos invisibles. Lo que parece ficción es, en realidad, nuestro día a día
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Acabo de terminar The Wire. Cinco temporadas después, un espejo roto que me dejó viendo más a Guadalajara que a Baltimore. Y justo hoy, leyendo un post de Agustín del Castillo sobre una de las historias principales del The Washington Pos: ”La ciudad de la Copa del Mundo donde los jóvenes están desapareciendo misteriosamente”, entendí que no es casualidad: esa historia podría firmarse en Jalisco.
The Wire muestra a los narcos que no solo venden droga, también desaparecen cuerpos para que no estorben en la estadística. Pienso en Marlo, Snoop y Chris, los arquitectos de cementerios invisibles en casas abandonadas; y en paralelo, las fosas de nuestro estado, los hornos clandestinos, los “no localizados” que en el sexenio de Alfaro desaparecieron por completo.
La serie retrata a los políticos que solo quieren mover las cifras, presumir que bajaron homicidios en el Excel aunque en la calle sigan cayendo. Y ahí está el parecido con cada rueda de prensa local: funcionarios celebrando “reducción en la incidencia” mientras colectivos siguen rastreando a sus seres queridos.
Está el capítulo del periodista que inventa víctimas y testimonios para ganar premios. Y no hace falta ir tan lejos: en los noventa, un diario tapatío tuvo un reportero que publicó historias falsas. Nada más triste que confirmar que, en la competencia por vender, la verdad se convierte en estorbo.
The Wire también habla del negocio inmobiliario. Los capos lavan dinero levantando torres, convirtiendo barrios obreros en departamentos de lujo. ¿Les suena? El paisaje de Guadalajara está plagado de torres que desalojaron a los vecinos de siempre, con el mismo sello de complicidad entre políticos, empresarios y lavadores.
La escuela aparece como semillero. Niños y adolescentes empujados al narco por falta de alternativas. El destino sellado por el código postal: si naces en cierto barrio, tu camino ya parece marcado. Profesores que luchan contra la marea, héroes solitarios en un sistema roto.
Los sindicatos y la clase trabajadora son otro escenario. El declive de los puertos en la serie refleja lo mismo que aquí la precariedad laboral: caldo de cultivo para el crimen. Trabajadores marginados del “sueño americano”, igual que obreros jaliscienses atrapados entre sueldos miserables y tentaciones turbias.
Los temas se cruzan, se enredan, se multiplican. Deshumanización: cuerpos y vidas reducidas a estadísticas o mercancía. Instituciones que protegen más su imagen que a la gente.
En Baltimore como en Jalisco, todo engranado en un sistema que se repite, ya que sólo cambian los nombres.
En la ficción, en las planas del The Washington Post.
Bien lo dijo Chely: The Wire no es una serie: es un manual.
Y cada episodio, un déjà vu incómodo.