Avalancha: volar sin alas
Un recuerdo a toda velocidad: la avalancha no era un juguete, era libertad pura. Un relato entrañable de infancia, hermandad, caídas y un amor tan fuerte como los fierros.
PALOMERⒶPORTADA


La avalancha no era un juguete. Era libertad con ruedas.
La de casa era de mi carnal Isra. Llegó una Navidad, apareció mágicamente una mañana. Roja, metálica, con volante negro y fierros que brillaban como promesa. No creo haber disfrutado tanto un regalo. Ni antes, ni después.
Empezamos dando la vuelta a la manzana, uno empujando, otro manejando, y luego cambio de roles. Pero pronto se volvió más: pista, escape, 4x4, montaña rusa. En la primavera, entre piedras y raíces, esa tabla con ruedas rugía más fuerte que cualquier cuatrimoto de buchón. ¿Racers? ¡Por favor! Nosotros teníamos avalancha.
En Los Colomos, la llevamos hasta los túneles. Bajadas suicidas, curvas cerradas, tramos de lodo. La jalábamos con bicicleta, como si fuera tráiler en carretera. Nos volcamos cien veces. Nos pelamos la cabeza. Sudamos adrenalina. Éramos niños con motor.
La original tronó de tanto amor. Pero mi Papá, con maña y cariño, fabricó una tabla nueva. Le ajustó fierros, atornilló sueños. Y quedó mejor que la de fábrica. Versión callejera, reforzada, lista para todo terreno.
Un día, llegó la adolescencia. Y la avalancha quedó arrumbada en el patio, entre triques y hojarasca.
Pero yo no he vuelto a conducir nada tan puro. Tan libre. Tan cabrón.
Porque quien tuvo una avalancha, supo lo que era volar sin alas.