Baltimore queda aquí cerca
The Wire habla de Baltimore, pero podría estar contando Jalisco: narco, políticos y empresarios lavan, construyen y desplazan. El crimen no siempre viste pasamontañas; a veces lleva casco de obra, o saco y corbata
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Empecé a ver The Wire por recomendación de Gabriela Alegría. Fue después de una charla larga, con café y malteada, sobre esa realidad que Jalisco sobrevive, o tolera, desde hace más de una década: la colusión obscena entre delincuencia organizada, políticos y empresarios. Ella dijo: “Ve The Wire”. Tenía razón.
En la serie, Baltimore es un tablero donde las fichas se mueven entre calles, despachos y clubes privados. Aquí en Guadalajara, el tablero tiene otro nombre, pero la jugada es idéntica. En The Wire, el crimen organizado diversifica sus ingresos y se mezcla con negocios “respetables”. Aquí, como en la serie, uno de sus hobbies favoritos se llama “inmobiliario”.
Las torres de departamentos en zonas céntricas, que brotan como hongos después de la lluvia, no son solo un capricho urbanístico. Son la lavadora industrial del dinero sucio. Barrios completos, con décadas de historias y vecinos que se saludaban de banqueta a banqueta, son vaciados para que el terreno rinda. Se compra barato, se construye alto, se vende caro. El resultado: familias desplazadas, calles convertidas en pasillos de vidrio y concreto, y una plusvalía que no huele a café de la colonia, sino a billete lavado y pacto cerrado en oficina alfombrada.
En The Wire, los concejales y constructores negocian con la delincuencia organizada por debajo de la mesa para “revitalizar” barrios. Aquí, el discurso es idéntico: “modernizar”, “atraer inversión”, “darle vida al centro”. La diferencia es que en Baltimore lo ves en HBO; en Guadalajara, lo ves desde tu ventana.
Marlo Stanfield no tendría que esforzarse mucho para adaptarse a nuestro paisaje: un capo que entiende que el verdadero poder no está en las esquinas, sino en adueñarse del suelo mismo.
Marlo, con su rostro de estatua, enseña que el verdadero poder no está en las esquinas, sino en la capacidad de borrar a alguien del mapa sin que nadie pregunte. Aquí también tenemos nuestra versión: personas que desaparecen y estadísticas que se acomodan para que todo parezca estable.
Aquí, como en la serie, los ranchos de adiestramiento, las fosas y los departamentos se levantan en el mismo mapa, a veces a pocas cuadras de distancia.
Y como en The Wire, los políticos hablan de “avances” y “ordenamiento” mientras posan para la foto en la inauguración del nuevo desarrollo. Los desaparecidos no se mencionan, los desplazados no aparecen en las estadísticas, y el dinero fluye, limpio y legal, desde la banqueta hacia el penthouse.
Terminé el primer par de temporadas entendiendo que The Wire no es sobre Baltimore. Es sobre cualquier ciudad donde el crimen dejó de ser clandestino y se volvió un socio de tiempo completo del poder.
Como en Guadalajara, donde el ladrillo y el concreto cuentan historias más turbias que cualquier esquina de serie policiaca.