Cómo aprendí a ser reportero de nota roja
Ser reportero de nota roja no se aprende en clases. Se aprende en la calle, con errores, presión y silencios que pesan. Aquí cuento cómo fue.
PORTADAPALOMERⒶ


Nadie te dice cómo se hace. Nadie te dice que para aprender a ser reportero de nota roja no basta con leer a Pancho Zarco o memorizar a Vicente Leñero. Nadie te avisa que un día, la crónica que escribes es sobre otros… y al siguiente, podría ser sobre tu mejor amigo.
Yo llegué con una libreta nueva, muchas ganas de contar historias y esa arrogancia idiota del joven que cree que todo se puede explicar. Pero este oficio no se aprende en los pasillos de la universidad. Se aprende en la calle. En el olor del Semefo. En los silencios incómodos de las redacciones. En las amenazas telefónicas que no sabes si tomar en serio o no. Spoiler: siempre es mejor tomarlas en serio.
Cuando empecé como reportero tenía todo mi pelo, mis cejas, mis pestañas… y mi tranquilidad intacta. Como un niño que aún cree en el Niño Dios. Así de ingenuo, así de limpio. Pensaba que el periodismo era solo contar lo que pasaba, sin saber que lo más difícil no era narrar el horror, sino sobrevivirlo. Lo peor no es lo que se ve en la nota roja. Lo peor es lo que nunca se publica.
Una vez publiqué una nota sobre un narco. Nada heroico, sólo una nota. Días después encontré dinero en mi mochila. Un sobre amarillo, como de oficina, pero con intenciones sucias. Dije que no. Creí que eso era suficiente. Luego vinieron los jalones de oreja, los “mejor ya no le muevas”, y el clásico “piensa en tu familia”. Las advertencias disfrazadas de consejos.
El miedo de un joven reportero que cubre temas de seguridad en una ciudad gobernada por el narco no es una película de acción: es una sensación física que se mete bajo la piel. Es sudar frío cuando un número desconocido te llama. Es caminar con el estómago apretado después de publicar algo que sabes que molestará a alguien con poder. Es no saber si el tipo que te observa en la esquina es solo un transeúnte o alguien enviado para darte un aviso. Es escribir con rabia, pero firmar con duda.
Es la tensión constante entre querer hacer periodismo honesto y no querer terminar como nota roja en el mismo periódico. Es saber que tu mejor herramienta es tu pluma, pero que el silencio a veces parece más seguro.
Ese miedo no mata, pero quiebra. Y algo dentro se quebró. Una implosión. Como un vidrio que no se rompe del todo, pero ya no refleja igual. Callé tanto que el cuerpo gritó por mí. Un día amanecí sin cejas. Luego sin pestañas. Luego sin un solo pelo. Alopecia universal, dijo el médico. Trastorno autoinmune. Yo sé lo que fue: el silencio me intoxicó.
Por años no pude hablar de lo que pasó. Ni con colegas, ni con familia. El periodismo me había dado una voz, pero se me había ido por el caño junto con la certeza de que decir la verdad servía de algo. Seguí trabajando. Aprendí a escribir con los dientes apretados. A caminar con la cabeza gacha y la pluma lista.
Lo peor no fue perder el pelo. Fue perder el lenguaje. Esa imposibilidad de nombrar el miedo sin parecer exagerado. La certeza de que contar todo te dejaba expuesto, pero callarlo te consumía. Aprendí a ser reportero de nota roja a chingadazos. Y si algo me dejaron esos golpes es esto: el miedo no se quita, se administra. El silencio no te protege, solo te acompaña. Y la verdad… la verdad duele, pero también es lo único que cura.