De héroe a villano en 24 horas
A los 21 años creí que el bien ganaba. Luego vi al poder traicionar a su propio general. Y aprendí que los cobardes están en todos lados.
PALOMERⒶPORTADA


A los 21 años todavía tenía pelo, cejas, pestañas… y la creencia de que los buenos ganaban. Todo eso se me cayó cuando vi al general Jesús Gutiérrez Rebollo pasar de héroe a traidor en un boletín oficial.
La ciudad olía a traición, y el periodismo, a miedo. Nadie nos lo dijo así, pero lo entendimos: el narco no necesitaba desmentidos cuando podía borrar personas.
El Gobierno de México acusó a Gutiérrez Rebollo —zar antidrogas, aliado de la DEA, símbolo del combate al crimen organizado— de formar parte del mismo cártel al que combatía. En 24 horas se desdibujó su carrera, su historia y la de todos los que lo seguíamos de cerca.
Yo había cubierto su paso por Jalisco. Sabía que su equipo encarceló capos, desarticuló estructuras, empujó reformas. Pero el poder, cuando decide reescribir, no deja rastro. Se llevó al general, a sus hombres, a quienes lo respaldamos con información. Hubo encarcelados. Hubo desaparecidos. Hubo asesinados.
Yo escribí notas. Vi las casas aseguradas. Las fincas cateadas. Las acusaciones sin fundamento. Recuerdo haber firmado notas que hoy se sienten como epitafios. Vi cómo el miedo se volvía institucional.
Después, ya desde prisión, Gutiérrez Rebollo habló conmigo. Acusó al entonces secretario de la Defensa Nacional de frenar capturas claves. Y lo más demoledor: que su caída fue castigo por señalar los nexos del poder presidencial con el narco. Lo dijo desde un penal, con voz firme, pero resignada. Yo escribí esa entrevista, pero nada pasó.
Primero sentí confusión. Luego impotencia. Luego miedo. Luego esa furia seca que no grita, sólo aprieta los dientes y se traga la saliva. Ese día entendí que el narco había logrado su primera gran victoria en México: infiltrarse hasta lo más alto sin disparar una sola bala. Bastaba con señalar. Lo demás lo hacía el Estado.
Ahí aprendí que la realidad no se parece a lo que enseñan en la universidad. Que el poder opera en pasillos turbios, entre convenios, traiciones y cobardes disfrazados de funcionarios, de jefes, de colegas. Y que el periodismo no se ejerce desde la razón. Se ejerce desde el riesgo.
Por eso, cuando alguien me pregunta si volvería a cubrir la nota roja, no respondo con palabras.
Respondo con mi alopecia.
Con mis noches en vela.
Con la lista de nombres que ya no están.
Pero los cobardes, esos, están en todos lados.