De la redacción a la Cámara
Cómo pasé del periodismo de investigación a la asesoría legislativa, sin perder el alma en el intento (o tal vez sí)
PORTADAPALOMERⒶ


Nunca me imaginé en un cubículo de la Cámara de Diputados o la de Senadores, redactando discursos, ni entendiendo las obsesiones de asesores que interpretan las palabras como si fueran granadas. Yo era periodista. De los de calle. De los que huelen la sangre seca en el pavimento y saben cuándo un fiscal miente con los ojos.
Durante años cargué un escáner en la cintura y recorrí juzgados, puestos de socorro, redacciones con olor a tinta y ansiedad. Me tocó ver cadáveres reales antes que metafóricos, y lidiar con fuentes que disparaban con balas o con chismes, dependiendo del turno.
La redacción era mi trinchera. Allí aprendí que cada línea que uno escribe tiene consecuencias, incluso cuando nadie la lee. Me formé en Notimex, aprendí en Siglo 21, respiré en Público y en Mural. Hice periodismo de investigación cuando aún era una herejía en redacciones que querían notas rápidas y obedientes.
Uno no despierta una mañana diciendo: hoy quiero asesorar políticos. Esa clase de desvío profesional ocurre como una resaca ética: lenta, sorpresiva, y siempre después de haber tomado malas decisiones.
Pasé de desenmascarar discursos a redactarlos.
Al principio me sentí como un espía infiltrado. Todavía tenía olfato periodístico, todavía podía detectar en un comunicado la mentira elegante. Pero me di cuenta pronto: aquí no se trata de encontrar la verdad, sino de negociar con ella.
Me pidieron que hiciera “estrategia de mensaje”, que es una forma elegante de decir: “convierte esto horrible en algo que suene bien y no ofenda a nadie, especialmente a quien lo paga”. Aprendí a dosificar la verdad, a redactar en modo pasivo-agresivo, y a usar adjetivos como salvavidas en medio de huracanes.
No fue traición. Fue adaptación. Porque uno también come, también la caga, también se cansa de pelear contra molinos.
Pero, sin darme cuenta, lentamente fui perdiendo mi voz. Mi esencia. Mi yo. Lo fui dejando en cada párrafo neutralizado, en cada silencio estratégico, en cada documento donde callar valía más que gritar.
Hoy no tengo patrón. Ni la certeza que da cobrar un salario. Pero tengo algo que había extraviado entre agendas, comisiones y líneas discursivas: la palabra vuelve a ser mía. Recuperé el volumen. Y cuando hace falta, puedo volver a gritar.