El Atari 2600

Una tarde lluviosa de verano, una consola Atari cambió mi forma de ver la tele y, sin saberlo, mi vida entera. Todo comenzó con Asteroids, un joystick y la certeza de que ahora yo decidía.

PALOMERⒶPORTADA

PALOMERⒶ

6/20/20252 min read

Tenía nueve años y el cerebro me explotó en silencio. Hasta ese momento, la televisión era un aparato que se obedecía solo: encender, cambiar de canal, ajustar el volumen. Pero ese día, por primera vez, la pantalla hizo lo que yo le dije. Y no hubo marcha atrás.

Mi papá llegó con una caja bajo el brazo, una de esas que no traen comida ni ropa, sino algo más difícil de nombrar: una puerta. La abrió con calma. Dentro: un Atari 2600. Negro, elegante, con palancas que prometían movimiento y un botón rojo. Lo conectó al televisor a color que teníamos, y lo siguiente fue hipnosis.

El juego que venía incluido era Asteroids. Mi hermano Israel y yo nos volvimos dos astronautas sin casco, sentados frente a la nave, disparando a formas geométricas que se rompían como planetas tristes. Podíamos pasarnos horas sin movernos más que los pulgares, nos salieron ampollas. Y cuando llegaron Jungle Hunt y Enduro, entendí que mi vida se iba a dividir entre lo que pasó antes del Atari… y lo que vendría después.

Era 1982. México vivía una crisis económica que no entendía, pero que se colaba en las conversaciones de los adultos como un mal clima permanente. Tener una consola de videojuegos era raro. Tener una tele a color en tu cuarto también. En mi casa, ese combo fue una especie de lujo, un gesto de mi Papá que no fue solo tecnológico: fue emocional. Algo en su forma de conectarlo, en su decisión de entregárnoslo sin discurso, me hizo entender que a veces el amor también llega con cables.

Jugábamos después de hacer la tarea, en tardes largas que olían a tierra mojada. Había algo ceremonial en prender la consola, en poner el cartucho, en ajustar la imagen con un pequeño switch en la parte de atrás del televisor. Nada era instantáneo. Todo tenía un orden.

Con el tiempo, el Atari fue sustituido por un Nintendo, luego por un Super Nintendo. Llegaron los años noventa, las consolas modernas, las gráficas más realistas. Jugué en PlayStation, en Xbox, en todo lo que siguió. Pero nunca olvidé el primer momento de conexión: ese instante en que supe que podía tocar un botón… y provocar una respuesta del mundo.

Hoy tengo casi 52 años y los videojuegos siguen conmigo. No por nostalgia, sino porque el juego —como el periodismo, como la vida— también es una forma de buscar respuestas. Solo que a veces empiezas buscando puntos, y terminas encontrando algo mucho más grande.