El día que dejé de hacer

En México, a veces sobrevivir también es rendirse un poco. Esta es la historia de cuando decidí dejar de hacer, y el silencio —ese que te protege— empezó a doler más que el miedo.

COMUNIDADPORTADA

Isaac Guzmán

5/25/20253 min read

“En este país hay un poder que está por encima de todos nosotros”, me dijo Juan Bustillos una tarde, sin levantar la voz.

No fue amenaza.

Ni advertencia.

Fue una verdad que él ya había digerido, y que yo apenas estaba empezando a entender.

A Juan lo conocí en 2003, cuando me contrató para integrarme a una unidad de investigación en La Primera de Ovaciones. Él dirigía esa edición y también era dueño de Impacto y Alarma. Hombre de poder, de prensa y de pactos.

Me decía “Paisano”, por ser jaliscienses.

Me abrió su oficina, pero sobre todo me abrió su mundo.

Ahí, en Ceylán 517, en los talleres de Industrial Vallejo, entre prensas, papel, tinta, me explicó cómo se mueve el verdadero poder en México: no el que da ruedas de prensa, sino el que no se ve, el que pone y quita, el que se sienta en la misma mesa con el crimen organizado.

En el “Panchos Bar”, un salón en los talleres de Impacto en honor a Francisco Galindo Ochoa, también me habló de Rafael Aguilar Guajardo, su compadre. El mismísimo fundador del Cártel de Juárez. Dijo su nombre sin escándalo, como si hablara de un viejo socio que se adelantó. Me habló de su vida, de su madre, de sus inicios. De la línea delgada entre informar y sobrevivir.

Me compartió historias con nombres y apellidos que en otros lados solo se mencionaban en voz baja.

Lo hacía sin morbo. Lo hacía como quien ya hizo las paces con lo que eligió.

En esos años, yo venía de trabajar en Noroeste Sinaloa. Un año antes, allí publiqué sobre la ejecución de Ramón Arellano Félix, asesinado un martes de carnaval, después de que lo bajaran de un vochito. Estaba cazando al Chapo y al Mayo, cuando aún eran aliados; terminaron cazándolo.

A los pocos días de esa publicación, me amenazaron de muerte. Fue la segunda, en otra ocasión les platico de la primera. No fue una advertencia cualquiera. Era real. Y venía de donde sí matan.

Meses después, sentado ya en su oficina de Ceylán 517, Juan me habló de esa amenaza. Nunca le conté. Nunca la hice pública. Pero él lo sabía.

¿Cómo se enteró? Nunca lo supe.

Pero entendí entonces que él no solo era testigo del engranaje.

Por eso lo sabía. Por eso me lo dijo. Por eso, también, me contó una tarde de fin de semana cualquiera que se había encontrado al Chapo en un Sam’s Club de Acapulco, cuando era uno de los hombres “más buscados” del país.

Con esa misma frialdad —que ya no era frialdad, sino experiencia— me dijo un día: —Termina ese reportaje. Hazlo bien. Pero después, ya no más. No tiene caso seguir exponiéndote. No tú. No tu familia. No por algo que no puedes ni vas a cambiar.

No fue censura. No fue orden.

Fue una señal. Un alto.

Terminé de investigar, redacté, y se publicó. Una serie sobre la gran alianza que preparaba El Chapo en tiempos de Fox. Una federación de cárteles mexicanos que excluía a Tijuana. Tenía fuentes, datos y hasta una entrevista con el procurador Rafael Macedo de la Concha, que confirmaba todo.

Fue mi último trabajo sobre narcotráfico.

Después de eso, paré. No por miedo. No por cansancio.

Paré porque entendí que estaba solo.

Y que los otros —los que sí mandan— ya habían decidido que yo había llegado hasta donde se podía.

Ahora, veinte años después, y con César Guzmán asesinado, me regreso a esa frase suya que no deja de doler:

“Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada.”

Yo dejé de hacer.

Y mientras tanto, ellos siguieron avanzando.

No me arrepiento.

Tampoco me enorgullezco.

Solo sé que en este país, sobrevivir a veces también es rendirse un poco.

Y escribir esto, hoy, tal vez sea mi manera de volver a empezar.