La adicción al miedo y al cansancio

La adicción al miedo y al cansancio extremo terminó hecha monstruo: voraz, cotidiano, y por mucho tiempo imposible de saciar

PORTADAPALOMERⒶ

PALOMERⒶ

9/8/20252 min read

Octubre de 1993. Primer trabajo, primera credencial, primera jornada en la sala de prensa de la Policía de Guadalajara: Olympias blancas alineadas, tres cabinas para radio, un fax que definía si existíamos en la redacción. De nueve a cuatro, base ahí; luego Procuraduría, Judicial, Semefo a unas cuadras. Cables en presente, grabadoras de casete, claves aprendidas de memoria. Todo lo que la escuela prometía, pero sin el manual.

Enero de 1994. Tres meses después ya estaba hasta la madre. No por un caso “histórico”, sino por la suma: violencia diaria, cuerpos, familias quebradas, el olor que se pega y no suelta. Cubrir la fuente policiaca en una ciudad controlada por la delincuencia organizada no tenía nada de épico: era la cara más culera de la sociedad, en serie. Nada de lo que había estudiado me sirvió para el cuerpo: ni para el sueño cortado ni para la mano temblorosa frente a la máquina.

Pensé en renunciar. Guardar la libreta, entregar el gafete, ahorrar cordura. No lo hice por una razón simple y poco romántica: era mi primer trabajo, mi primera chamba. Y “tres meses no son experiencia”, dicen quienes nunca han sido reporteros policiacos ni un día. Me tragué la salida, me dije “solo tres meses más” y volví a sentarme frente a la Olympia. Tecla, cinta, papel, campanilla, palanca. Fax. Otra vez.

El burnout no tronó de golpe; se instaló. Pero al mismo tiempo apareció otra cosa que me dio vergüenza admitir y que ahora digo sin adornos: empecé a tomarle sabor a la adrenalina. Poco a poco, el miedo y el cansancio al extremo se fueron convirtiendo en combustible. La espera en la sala de prensa ya no era tortura, era preparación. Dejé de mirar los operativos desde la orilla y terminé arriba de patrullas y ambulancias, pegado a la calle, con el oído en las claves y la vista en la libreta. No por valentía: por inercia, por método… y, sí, por adicción a ese vértigo.

Enero me enseñó un par de reglas que no estaban en ningún compendio:

  • La sangre fría no es heroísmo, es herramienta. Se activa para no fallar el dato y se apaga para seguir siendo persona.

  • El lenguaje importa. “Tragedia” no explica nada; un nombre bien escrito, una edad exacta, una dirección correcta, sí.

  • La escuela te da formas; la calle te da criterio. En esta fuente, sin criterio te tragas el cuento; sin forma, traicionas a quien sufre.

Quise salir, me quedé. En esos tres meses entendí cómo funciona una ciudad herida y quién pretende administrarla a fuerza de miedo. Y entendí, también, que esa adrenalina se vuelve adicción si no la nombras a tiempo.

De querer renunciar pasé a subirme a la unidad que tocara. De mirar desde la banqueta pasé a escribir con la sirena en la espalda. No lo cuento como medalla; lo dejo aquí como bitácora del punto de quiebre: octubre de 1993, inicio; enero de 1994, hartazgo y permanencia; después, el hábito del filo.

La adicción al miedo y a la adrenalina terminó hecha monstruo: voraz, cotidiano, y por mucho tiempo imposible de saciar.