Mi primera rila

Eran los ochenta, cuando México todavía se sentía habitable, Jalisco no estaba en manos de la delincuencia organizada y Guadalajara era amable de verdad, no de anuncio de facebook pagado

PORTADAPALOMERⒶ

PALOMERⒶ

9/10/20252 min read

Mi primera bici fue un regalo de mis papás. No llevaba moño caro ni hashtag de campaña: solo la promesa de salir a la calle. Eran los ochenta, cuando México todavía se sentía habitable, Jalisco no estaba en manos de la delincuencia organizada y Guadalajara era amable de verdad, no de anuncio de facebook pagado.

Fuimos dos afortunados: un par de Vikingo Mercurio, gemelas listas para partir el barrio en dos. Ese modelo le plantaba cara a la legendaria Vagabundo de Windsor; ambas miraban de reojo a la inglesa Raleigh Chopper y soñaban con ser libertad con llantas. Una para mi Carnal, otra para mí. Dos caballitos con corazón de acero.

Empezamos por lo mínimo: dar la vuelta a la manzana como si fuera circunnavegar el mundo. El pavimento nos enseñó sus grietas, los perros sus rutas, los vecinos gruñones su impaciencia. Luego estiramos el mapa: al parque, a unas cuadras, donde el reloj era el sol en las bancas calientes. Con nosotros iba Nana Luz, guardiana del tiempo y cómplice de caídas.

La Vikingo envejeció con nosotros. Se llenó de óxido, como la avalancha, el carro de bomberos y el cartón de juguetes que un día dejó de latir. No fue abandono cruel: fue el crecimiento haciéndose el fuerte. Mi Carnal y yo nos bajamos de las Vikingo, pero no de la bicicleta.

Llegó la mudanza de la infancia a la velocidad de una BMX. Unas Dyno y GT armadas por nosotros para hacer FreeStyle tomaron la cancha. La culpa fue de mi primo Jaime, que una Navidad apareció con la suya y un catálogo de trucos en la mochila. Nos enseñó a volar en seco: bunny hop torpe, giro de manubrio, equilibrio en una línea. La calle fue escuela y testigo.

Las bicicletas siempre fueron sinónimo de libertad. Entonces significaban permiso para salir solos; hoy, en una ciudad atrapada en el caos vehicular, significan recuperar el aire que nos robaron los claxonazos.

Cada vez que pedaleo recuerdo lo que aprendí primero: que el mundo se abre a la velocidad de tu propio esfuerzo, que el miedo se negocia a puntadas de valor y que pocas cosas se parecen tanto a la felicidad como volver a casa con las piernas ardiendo y el corazón en calma.

Si cierro los ojos, escucho aún la cadena cantando, siento la mano de NanaLuz en el hombro, veo a mi Carnal retarme en la esquina. Y entiendo por qué duele y consuela a la vez: esa primera bicicleta no solo me enseñó a andar; me enseñó a irme y a volver.