Respirar
Nunca me dijeron “tienes asma” como una revelación. Simplemente un día supe que era distinto: los demás corrían, gritaban, lloraban, se emocionaban… y yo no podía hacer nada de eso sin pagar el precio.
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Nunca me dijeron “tienes asma” como una revelación. Simplemente un día supe que era distinto: los demás corrían, gritaban, lloraban, se emocionaban… y yo no podía hacer nada de eso sin pagar el precio. Se me cerraban los bronquios. Como si mi cuerpo tuviera un botón de pánico que se activaba solo. Entonces venía el ahogo.
Las crisis no eran momentos. Eran semanas. Dormir inclinado sobre una almohada alta, como si eso bastara para negociar con los pulmones. No se duerme. Se sobrevive, se calcula cada respiración como si fueras un buzo atrapado en un traje de niño.
Mi hermano Israel se la rifó, aunque nadie se lo pidió. Compartíamos cuarto. Él intentaba dormir, yo resoplaba. Con el chillido de mi pecho, él intentaba descansar, yo me preparaba para otra madrugada con el pecho apretado como si alguien se sentara ahí, invisible, durante horas.
Mis papás lo intentaron todo. Lo digo sin drama, con admiración. Buscaron médicos, curanderos, recetas, climas, fórmulas. Toda su energía puesta en entender cómo ayudar a un niño que no podía respirar tranquilo. Hasta que un día apareció el ventolín. No mames. En la primera inhalación sentí lo que otros sienten sin saberlo: aire limpio, cuerpo abierto, vida sin pedos. Lloré, pero callado. Llorar también apretaba el pecho.
El asma me marcó. Me limitó. Me enseñó a medir todo lo que se siente antes de sentirlo. ¿Puedo emocionarme? ¿Puedo correr? ¿Puedo enojarme? Vivía en modo cálculo, con el cuerpo como obstáculo. Pero también me dejó algo que aprendí más tarde: que esto no es solo físico. Lo emocional jala el gatillo.
Hoy tengo el control. No total, pero suficiente. Ya no es un enemigo, es un compañero molesto que aprendí a negociar. A veces lo olvido. A veces regresa a recordarme que respirar, ese acto automático, puede ser un privilegio. Y un esfuerzo.