Teclas, cabinas y fax

Entre máquinas Olympia, cabinas de radio y fax, espero el zarpazo de la ciudad. Claves, Semefo, ladrillos celulares, Notimex y el Primo al volante. Ven

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PALOMERⒶ

8/16/20252 min read

Entre 1993 y 1996 mi lugar de trabajo fue un rectángulo con olor a café recalentado: la sala de prensa de la policía de Guadalajara. Sobre una mesa larga, varias Olympia de caparazón blanco; al fondo, tres cabinas para radio que cerraban el ruido como si fueran peceras; en la esquina, un fax que nos prometía velocidad futurista. De nueve a cuatro nos reuníamos la tribu: radio, agencia, TV y periódico, todos a la espera del zarpazo de la ciudad. Yo cubría Notimex, sin coche; cuando el escáner tiraba una dirección, “El Primo” me subía y nos íbamos.

La Olympia era músculo con modales. Cada tecla levantaba su barra con la letra al extremo, la punta golpeaba la cinta y ésta besaba el papel sujetado al rodillo de goma; el carro avanzaba un diente y, cerca del margen, sonaba una campanilla que te recordaba enderezar el párrafo con la palanca. Si las barras se abrazaban por exceso de entusiasmo, quitabas el caparazón blanco, descruzabas metales con los dedos manchados y reajustabas la cinta. Nada de “guardar” ni “deshacer”: la economía de palabras se aprendía a golpes.

El ecosistema funcionaba por relojes paralelos. Los de radio entraban a cabina cada hora a lanzar cortes pulidos; los de agencia machacábamos cables en presente, quirúrgicos; TV y periódico adelantaban textos para pulirlos en su redacción. La sala no era un capricho: frente a la puerta, la Procuraduría y la Policía Judicial; a unas cuadras, el Semefo. Ahí caían primero los reportes, en directo, sin rumor de pasillo.

La utilería era analógica y orgullosa: grabadoras de casete, micrófonos cabezones con cables enredados, monedas y tarjetas para la Ladatel. Los celulares aparecían como ladrillos con antena y más pose que cobertura. En oficinas de gobierno seguían reinando sellos y máquinas; las computadoras eran lujo de redacción. Entre nosotros hablábamos en claves —B-14 y compañía— y más de uno imitaba chamarra, tono y silencios de los judiciales: camuflaje de supervivencia, no moda.

Los días mansos tenían liturgia: café alargando la paciencia, seminarios improvisados de trucos para colar una larga distancia, claves nuevas. Bastaba una palabra por frecuencia —explosión, código, coordenadas— para que el cuarto mutara: libreta al bolsillo, “Primo, vámonos”, y a correr. De regreso, hoja fresca en la Olympia, lead al hueso, contexto sin grasa, declaración que aguantara archivo.

El fax era la pasarela final. Alimentabas la hoja, marcabas, escuchabas el canto del módem y cruzabas los dedos: “¿Llegó legible?”. Cuando no, dictabas párrafo por párrafo por teléfono, con el bullicio convirtiendo erres en bes. Nada glamoroso, todo urgente.

Si hoy me sale una frase seca y precisa, sé su origen: esa sala que me enseñó a pensar antes de teclear, a escuchar antes de creer, a escribir como quien arma un botiquín. Arqueología del reporterismo, sí, pero viva: tecla, cinta, papel, campanilla, palanca, fax. Y otra vez.